Por Gabriel Páramo///Semillero65
Ciudad de México,(18-10-2025).-Cuando entré a estudiar periodismo, hace medio siglo (literal), no tenía una idea muy clara de qué quería hacer, pero como en muchas situaciones por las que pasamos en la vida, sí sabía muy claramente que no quería, y eso era, ser reportero.
Nunca me llamó perseguir la noticia, asaltar a algún político descuidado para obtener una exclusiva, llegar a la redacción cargado de notas. A mí me gustaba (me gusta) describir, contar historias, sumergirme en montones de fuentes e ir entresacando datos que podrían decir algo. También me gustaba (me gusta) escuchar historias que no estaban dirigidas a mí, o meterme de espectador auditivo (no sé si eso exista) en pláticas de extraños.
Yo, como periodista, me veía escribiendo largos reportajes, crónicas llenas de detalles extraños y confusos, historias de la vida de las personas. Claro, todo desde el periodismo, o sea, sin inventar nada, aunque a veces la verdad resulta más como una historia de Big Fish (tomado de lo que mi hija Elba dice de mí, de acuerdo con la película de 2003 de Tim Burton) en la que la verdad resulta en una fantasía formada por elementos que a fuerza de no ser reales terminan por convertirse en construcciones más sólidas, tangibles y verdaderas que la realidad misma.
Así, pude escribir para un periódico que en el último cuarto del siglo XX se seguía haciendo con linotipos de plomo, historias en las que los personajes me decían sobre la realidad de las políticas de gobierno, los aumentos de los precios o la vigilancia policiaca sin que ellos lo supieran, por lo que debían enmascararse en otros personajes que aunque no eran precisamente los que tenían un acta de nacimiento, una fe de bautizo y deambulaban por determinadas calles de, digamos, la capital del Estado de México, eran más reales y testigos más fieles que los que sí tenían sus papeles, digamos, en regla.
Luego, en algunos medios más, y en otros mucho menos, pude seguir haciendo eso que me gustaba tanto. Puedo asegurar que, en periodismo, como en la canción de Silvio Rodríguez (Esta canción, 1978):
Me he dado cuenta de que miento.
Siempre he mentido.
Siempre he mentido.
He escrito tantas, inútil cosas.
Sin descubrirme.
Sin dar conmigo.
Pero también escribo ficción y, ahora, historias de mi vida. En la ficción procuro hacer cuentos rigurosamente fantasiosos, tanto por los géneros como por lo que se dice en ellos. Muchos son de alguna manera inspirados en mi vida (creo que no podría ser de otra forma) aunque evidentemente no son autobiográficos (líbreme elefante que baila de semejante pretensión), otros de temas pertenecientes a la literatura “negra” (los que más me gustan) y algunos de ciencia ficción (los menos logrados).
En cuanto a las historias de mi vida, como las que componen esta columna, pertenecen a un género que en mi familia cultivó con inigualable maestría y gracia mi querido padre y maestro, don José Alfredo Páramo. Desde muy pequeños, mis hermanos y yo le suplicábamos que nos contara una historia de su vida, a lo que siempre accedía. A veces eran repetidas, pero siempre tenían un detalle nuevo, una vuelta recién descubierta, que las hacía novedosas.
Gracias a esas historias de su vida conocimos la vida de México de los años 30, de la época de la segunda Guerra Mundial, de sus travesías en bicicleta hasta el Desierto de los Leones, de cuando mordió una torta que tenía una cucaracha y enfermó de tifoidea (mi papá, no la cucaracha que si no estaba muerta, seguramente lo hizo después de que él se tragara la mitad de su cuerpo), de cómo casi le da un balazo a su tío militar en alguna selva mexicana, de la forma en que mi durísimo (pero con corazón de algodón de azúcar) abuelo los regañaba (y de aventuras vividas por él en los primeros años del siglo XX) o como los educaba mi abuela, una chamaquita dulce y consentidora (pero estricta, como las arquetípicas mamás mexicanas).
Por eso, contar historias para mí es como la canción mencionada:
Esta canción es la necesidad
De agarrarme a la tierra al fin
De que te veas en mi
De que me vea en ti
Yo sé que hay gente
Que me quiere
Yo sé que hay gente
Que no me quiere
Cada vez estoy más seguro de que todo lo que escribo es un homenaje a mi papá, pues gracias a él aprendí eso de contar historias.

