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El maestro de gimnasia

Por Gabriel Páramo///Semillero65

Ciudad de México,(16-04-2024).-Hasta la fecha, la noción de deporte organizado me parece un tanto perversa. No entiendo la razón por la que alguien que hace proezas físicas -o que las intenta-sea un ejemplo para la sociedad, una guía para la niñez, un héroe para los vecinos; con el solo merecimiento de correr muy rápido, meter goles o levantar bloques de hierro pesadísimo pasan a ser servidores públicos bien pagados y consentidos, gobernadores o héroes olímpicos.

Tal vez, mucho de este rechazo haya surgido de algo que ocurrió hace mucho tiempo, tanto que a veces me parece que todo es producto de la fantasía. Sin embargo, al analizarlo, nos damos cuenta que en lo pequeño se reflejaba lo grande.

En esos extraños años 60 del siglo XX, en los que la guerra fría gozaba de buena salud, Vietnam minaba el futuro de Estados Unidos, tanto en lo ideológico como en lo social y militar, en que la Unión Soviética conquistaba el espacio, China hacía experimentos sociales que jamás imaginamos que resultarían en la potencia económica, científica e industrial que es ahora, en nuestro México lindo y querido, si muero lejos de ti… parecía que el tiempo seguía dormido y nos recetaban con dosis diarias de paternalismo y autoritarismo, pues en los pueblos y ciudades de provincia se rapaba a los melenudos, como en Cuernavaca donde un orondo presidente municipal mandó bañar y cortar el pelo a los participantes de un congreso mundial de psiquiatría;  las mujeres tenían once mil hijos y se presumía que para madres, nomás tronaban los chicharrones de las de acá de este lado; el presidente era sabio, papá siempre tenía la razón y las niñas guardaban entre sus piernas el honor de la familia.

Yo estudié en una escuela particular, el Colegio Franco Inglés (lo siento mucho, mis papás trabajaban 45 horas diarias para pagarnos la escuela particular y jamás me he sentido avergonzado por ello, por más que ahora muchos de mis conocidos hagan escarnio de mi pasado) estaba en el predio que ahora ocupa una de las tantas “galerías” comerciales del Distrito Federal, como se llamaba la ahora Ciudad de México, y Melchor Ocampo era una calle fascinante, en desnivel, con camellones repletos de rosas y piedra volcánica y muchos árboles seguramente testigos de las invasiones gringas.

No recuerdo la fecha con exactitud, pero tiene que estar entre 1966 y principios de 1968. Estábamos todos formados, después de honores a la bandera (seguro que era lunes). Había cierto nerviosismo en el ambiente pues se rumoraba que había ocurrido algo muy malo… y así fue. Hubo un linchamiento. Por supuesto, no se mató a nadie, pero si los japoneses tienen razón en cuanto a la importancia del honor, un adolescente sufrió un destino peor que la muerte.

Eran esos años en que la globalización simplemente no existía y se acostumbraba que los papás de algunos afortunados fueran a Estados Unidos o, más raramente a Europa, y trajeran cosas extrañas a sus hijos. Así, por ejemplo, yo tenía pósters de grupos de rock como Cream, que nadie conocía; otros muchachos hablaban de las maravillas de la televisión a color -“las camisas de la familia Robinson de Perdidos (en el espacio) es roja y amarilla y el robot tiene lucecitas de colores”, nos revelaban y otras simplezas por el estilo que hacían nuestra vida de lo más divertida.

Estábamos muy chicos aún y no teníamos ni idea de lo que ocurría afuera de nuestros feudos mentales.

Pues bien, regresemos a ese lunes. El maestro de gimnasia arrastró de la oreja a un compañero nuestro, lo puso al frente y comenzó a gritar al micrófono: “Miren a este joto, a esta niñita, más le valdría ponerse una falda y jugar con muñequitas”. El enojo de ese santo varón iba en aumento. Mentiría si dijera que lo vi, pero estoy seguro de que rociaba con saliva, cuando menos, a los alumnos más cercanos como a unos ocho metros de él. Por supuesto, nuestro compañero (por más que quiero no puedo acordarme de su nombre; de hecho, ni siquiera de sus facciones) empezó a llorar. Literalmente, más combustible para el inquisidor. “Y claro, llora como una nena, pero ¿qué puede esperarse? si eso es lo que parece con esos pantalones”.

Todo el pecado eran unos pantalones acampanados con algún diseño ligeramente psicodélico. El maestro de gimnasia acusaba a un adolescente casi niño de crímenes nefandos por usar una prenda de vestir que, seguramente, ni siquiera había elegido. No sé, sinceramente, qué pasó con el muchacho. Recuerdo, eso sí, que ese maestro quedó grabado para siempre en mi mente, además que en alguna ocasión me tocó enfrentarme con él (perdí, por supuesto, la vida real tiene poco de hollywoodense).

Todos aquellos que ahora salen con tonterías de “a nosotros nos disciplinaron a golpes y por eso somos buenas personas” no son más que idiotas que no quieren reconocer que toda esa violencia lastimaba y dejaba cicatrices, como en la canción de Cream Strange Brew* que, precisamente, dice: “Strange brew, kill what’s inside of you.” (“Poción extraña, mata lo que está dentro de ti.”).

*Strange Brew (Clapton, Pappalardi y Collins1967) aparece en el álbum Disraeli Gears del grupo Cream

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