Por Gabriel Páramo///Semillero65
Ciudad de México,(14-05-2025).-Aunque en muchos aspectos mi vida ha sido bastante convencional, muchas veces he tenido actitudes o tomado decisiones que rompen con la monotonía, por decirlo de una manera que suene hasta cierto punto inocente.
Ya en tercero o cuarto de bachillerato, durante un viaje escolar a Guadalajara para un encuentro espiritual, o algo por el estilo, ocurrió uno de esos hechos. Hace seis décadas los viajes por carretera eran larguísimos; a la capital tapatía podían hacerse doce horas de recorrido por autopistas tortuosas, en autobuses bastante incómodos.
En esos trayectos se hacían muchas escalas para ir al baño, para comer, para “estirar las piernas”. En uno de esos viajes tuve la idea brillante de comprar la revista Caballero, antecesora en nuestro país de Playboy. Como la revista estadounidense, la mexicana se especializaba en colaboraciones de grandes firmas nacionales, como Parménides García Saldaña, Gustavo Sáinz, Carlos Monsiváis, Ignacio Solares y muchos otros, reseñas de rock, entrevistas y, sobre todo, fotografías de mujeres desnudas.
El caso es que en alguna de las paradas, compré un ejemplar de la revista y luego, en el autobús, se la presté a algunos compañeros que de manera totalmente tonta, la empezaron a ver y a cuchichear, llamando la atención, no podía ser de otra manera, del sacerdote que estaba a cargo de nosotros, un francés que con el tiempo devino en un representante muy importante de la teología de la liberación.
Por supuesto, el padre encontró la revista, la confiscó y, como se estilaba en esas épocas, exigió saber quién la había llevado. La solidaridad de los compañeros duró unos tres minutos y medio antes de delatarme. Aún recuerdo que el sacerdote se acercó a mí, lleno de ira contenida, y me dijo: “Páramo, no lo parece, pero tú eres capaz de las máximas barbaridades”.
Bueno, creo que lo mismo llegaron a opinar mis papás y otras personas de mi entorno, incluyéndome a mí, a lo largo de los años, en particular, al periodo entre 1978 y 1982, a los que puedo llamar “la época de la gran tribulación”.
Antes de ese periodo mi vida era bastante normal. Estaba en la Escuela de Periodismo haciendo algunas cosas muy bien y otras dejándolas a la suerte, tenía una novia cuya familia se había hecho amiga de la mía, en lo político, aunque de izquierda, tenía una postura más bien teórica, tenía un trabajo estable y que me gustaba mucho en la revista Señal donde no solo me trataban muy bien, sino que podía escribir mucho y prácticamente de lo que quisiera, me enseñaban grandes maestros y conocía muchas personas.
En fin, mi vida iba bien, pero por circunstancias conocí a una persona, hija de un congresista chileno de la UP y una abogada mexicana que vinieron a México luego del golpe militar del infame Pinochet.
Esta persona, que por cierto, terminaría sus días de forma trágica y extraña, no es que como pensaba mi mamá me hubiera convertido al mal; simplemente fue, como ocurrirá en otras ocasiones de mi vida, un catalizador para lo que de todas maneras terminaría haciendo. Así, empecé a asistir a una especia de escuela de cuadros del Partido Comunista Mexicano, me hice asiduo de reuniones en la Casa de Chile en México, donde se daban cita muchos de los refugiados de izquierda de ese país.
En esa época me involucré en el acontecer del Frente Sandinista de Liberación de Nicaragua y su lucha contra los Somoza, leí mucho de política, de ficción “con causa” y estaba enterado de lo que ocurría en el mundo. Fui lo mismo a conciertos del grupo de jazz Irakere en el Auditorio Nacional, que a congresos del PCM, encuentros musicales en bares semiclandestinos del centro donde venezolanos, puertorriqueños y colombianos, también del exilio, tocaban portentos de la música caribeña, o presentaciones de Silvio Rodríguez y Los Folkloristas.
El 1 de julio de 1979 fui representante de casilla del PCM en las elecciones legislativas. Se me ocurrió que era buenísima idea que mi compañera, de la que hablé antes, y yo nos quedáramos en casa de mis papás, que estaban fuera de la ciudad. Cuando regresé a mi casa me encontré con la novedad que mi mamá estaba furiosa y me corrió del hogar paterno.
Sentí lo que los mitológicos Adán y Eva han de haber sentido cuando los expulsaron del Paraíso. Me llevé tal vez una muda de ropa, algunos libros y me fui a la calle. Por esos días había ahorrado algo de dinero porque me iba a comprar un Datsun Bluebird que vendía la hija del director de Señal, así que lo tomé y me fui a la aventura.
Viví en casa de un amigo cineasta, en un cuarto del centro que incluía el desayuno, pero que a mí no me lo daban porque no pregunté. De ese cuarto recuerdo particularmente las lecturas de Alejo Carpentier y no tener dinero porque lo donaba íntegro a una causa que aún ahora no pienso decir en voz alta (porque me estafaron y me vieron absolutamente la cara de idiota).
También viví en una casa extraña de Santa Julia, que tenía la particularidad de que su patio interior amanecía sembrado de bolsitas con restos de Resistol 5000. Dejé de trabajar en Señal, estuve en la cromadora de unos amigos de la familia que resultaron entrañables; en ese lugar demostré que era (y lo sigo siendo) bastante inútil para todo trabajo que requiera de un mínimo de destreza física.
Después trabajé en El Heraldo de Toluca, un periódico muy extraño, de los últimos en utilizar linotipo yo creo que en el mundo. Ese trabajo me gustaba mucho y me hice cercano a la comunidad de exiliados uruguayos que vivía en Toluca. Posteriormente me fui acercando nuevamente al hogar paterno, sobre todo por intervención de mi querido papá.
Eventualmente regresé a casa, luego me casé y transcurrí por otro periodo de mi vida de relativo pequeñoaburguesamiento, pero es una historia diferente.
De estas épocas, no puedo menos que poner una canción del gran Silvio Rodríguez que, me parece, me describe: Pequeña serenata diurna (Silvio Rodríguez, 1975).

Vivo en un país libre
Cual solamente puede ser libre
En esta tierra, en este instante
Y soy feliz porque soy gigante
Amo a una mujer clara
Que amo y me ama
Sin pedir nada
O casi nada
Que no es lo mismo
Pero es igual
Y si esto fuera poco
Tengo mis cantos
Que poco a poco
Muelo y rehago
Habitando el tiempo
Como le cuadra
A un hombre despierto
Soy feliz
Soy un hombre feliz
Y quiero que me perdonen
Por este día
Los muertos de mi felicidad
Y si esto fuera poco
Tengo mis cantos
Que poco a poco
Muelo y rehago
Habitando el tiempo
Como le cuadra
A un hombre despierto
Soy feliz
Soy un hombre feliz
Y quiero que me perdonen
Por este día
Los muertos de mi felicidad