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Al maestro con cariño

Por Gabriel Páramo/// Semillero65

Ciudad de México,(05-06-2024).-Mis años de primaria, hace ya bastante más de medio siglo fueron extraños. Por un lado, me gustaba ir a clases, me encantaban los libros de texto gratuito de la SEP, al grado de que uno de los mejores momentos del año era cuando nos los entregaban. He de decir que mi escuela, aunque dirigida por sacerdotes católicos, era bastante abierta en algunas cuestiones y los libros de la SEP eran los oficiales. Por otra parte, había cosas de la primaria que odiaba (y odio) entrañablemente, como la monserga de levantarme temprano, como si tuviera la obligación de ir a ordeñar gallinas (o lo que se le haga a esos animales escandalosos en horas impropias) y muchas clases y maestros que me parecían totalmente aburridas.

Sin embargo, para mí la historia jamás ha sido aburrida. Ni la real ni la inventada. Me apasiona, pero no fue sino hasta cuarto de primaria cuando me di cuenta de que también en la escuela podía ser así: antes, las clases de historia de México que había recibido habían sido, cuando mucho, mediocres, impartidas por profesores mucho más interesados en otras cosas, tales como la buena letra, la higiene o los espantosos quebrados, pero de historia, casi nada.

Yo llegué al cuarto grado de primaria bastante confuso. En el antiguo Colegio Franco Inglés, en la Ciudad de México, que estaba en lo que tal vez fuera la calle más hermosa de América, un talud de piedra volcánica, con árboles que seguramente habían escuchado a los restos del ejército nacional combatir a los invasores gringos y rosales hermosos, siempre floridos, los de cuarto de primaria estábamos en medio de los grandes; apartados de los pequeñitos de primero y segundo, quienes estaban en otro patio. Una reja nos dividía de los extraños grandes de bachillerato quienes, nosotros creíamos, además de fumar a escondidas en los baños eran capaces de destrozar a cualquier niño que tuviera la imprudencia o mala fortuna de cruzarse en su camino.

El caso es que los de cuarto éramos demasiado grandes para ser pequeños, pero demasiado pequeños aún para que nos tomaran en serio, sobre todo yo que en esos tiempos era el primero de la fila. Además, las clases me aburrían espantosamente. Siempre estaba mirando por la ventana pensando en las ciudades que podrían construirse en las nubes o haciendo dibujos en unos cuadernos muy baratos que lograba que me comprara mi papá camino al Colegio en la papelería y que tenían un tigre en la portada azul; si no, estaba leyendo los libros de Lengua Nacional (creo, pero no estoy seguro, que así se llamaba aún); siempre, salvo en las clases de historia del profesor Rosales.

La Independencia y sus batallas, las historias virreinales y la Revolución con los males del maligno (y de veras que lo fue) porfiriato verdaderamente me emocionaban, y el profesor se daba cuenta de ello. Lo recuerdo, con su traje café (en esos años toda la gente decente, y los profesores normalistas lo eran, vestían de traje), peloncito, gordito, me regañaba a todas horas excepto en la clase de historia.

Que si el Pípila quemando la puerta de la Alhóndiga o los Niños Héroes muriendo trágicamente bajo las balas de los gringos asesinos; que si Villa cabalgando las llanuras norteñas con sus Dorados o los federales acarreando gente para Valle Nacional, todo era emoción. Tanta, que una vez platicando con mi papá en esos años me atreví a contradecirlo en alguna discusión que tenía que ver con la historia. Me he de haber sentido muy seguro porque en esos tiempos era muy raro que tratara de llevarle la contraria a alguien y menos a él, a quien yo veía con admiración, respeto y miedo, además que pensaba que era tan viejo como las pirámides de Teotihuacán, sin darme cuenta de que a sus 32 o 33 años era poco más que un muchachito.

El mundo, ni qué decirlo, era muy diferente de lo que es ahora. Pocas semanas después del evento de contradicción, llegó el fin de cursos, que en el Franco Inglés era una ceremonia larguísima, con todos los alumnos formados en el patio y los maestros y directivos hacían discursos al tiempo que entregaban los premios a los mejores alumnos de cada grado. Empezaban por la Excelencia, al mejor promedio, que generalmente acaparaba los primeros lugares en todas las demás categorías.

Los mejores estudiantes recibían una medalla y un diploma –para los tres primeros lugares–. Yo nunca obtenía nada, salvo en primer año, cuando obtuve el tercer lugar en Honor (a la fecha no sé qué se premiaba) con un diploma y una cruz más propia para un integrante del “Richthofens Fliegender Zirkus” que para un niñito medio atarantado. A pesar de todo, pasaba el año sin mayores problemas, pero en esa ocasión en 1965 o 66, a la hora de la entrega, me asombré cuando el maestro de ceremonias, al final de los premios que correspondían a mi grupo de cuarto, dijo: “Páramo Chávez, Alfredo Gabriel Esteban, cuarto lugar en Historia”. Mis compañeros me empujaron levemente para que fuera a recibir mi diploma (no me correspondía medalla). Me lo entregó el propio profesor Rosales, con su rostro severo, pero sonriente. “Te lo mereces, Páramo, aunque debiste haberte esforzado más”.

Ese día me celebraron mucho en casa, donde siempre tuvimos en gran estima la escuela y los logros académicos y mi papá me dijo: “Mira, Alfredo, veo que sí sabes historia y tenías razón cuando me corregiste el otro día”, lo que hasta la fecha es un reconocimiento mucho más valioso que cualquier diploma.

Hasta la fecha creo que las clases del profesor Rosales eran magníficas, pero de él recuerdo sobre todo ese gesto que yo veo bondadoso, ya que reconocer al cuarto lugar era un hecho extraordinario y sé que cualquier acción que vaya contra el status quo burocrático requiere de una buena dosis de voluntad y de cierta rebeldía.

El profesor Rosales no solamente me enseñó historia, sino que marcó mi vida, y nadie mejor que él para que lo recuerde con esta canción del 67 Al maestro con cariño:

Ha llegado el momento /De cerrar libros y las largas miradas finales deben terminar /Y al irme /Sé que estoy dejando a mi mejor amigo/ Un amigo que me enseñó lo correcto de lo incorrecto /Y lo débil de lo fuerte*https://www.facebook.com/watch/?v=555785668939342

To Sir with Love (Black-London 1967)

Those schoolgirl days
Of telling tales and biting nails are gone
But in my mind
I know they will still live on and on

But how do you thank someone
Who has taken you from crayons to perfume?
It isn’t easy, but I’ll try

If you wanted the sky
I would write across the sky in letters
That would soar a thousand feet high
“To sir, with love”

The time has come
For closing books and long last looks must end
And as I leave
I know that I am leaving my best friend

A friend who taught me right from wrong
And weak from strong
That’s a lot to learn
What, what can I give you in return?

If you wanted the moon
I would try to make a start
But I would rather you let me give my heart
“To sir, with love”

Lulu performs in 1974.
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