Por Gabriel Páramo///Semillero65
Ciudad de México,(12-09-2024).-Muchos de quienes conocen a mi papá seguramente tienen la imagen de él como un viejito bondadoso y distraído, de ojitos angelicales y expresión bonachona. No voy a negar que esta es una de sus apariencias, sobre todo debido a su aparente buen carácter, don de gentes y amabilidad. Además, tiene 90 años.
Sin embargo, mi papá, quien sin vergüenza alguna puedo decir que, para mí, a mis 66 (entrados en 67 años) mantiene una figura heroica y patriarcal –vamos, en lenguaje llano puedo decir que es mi héroe–, tuvo una presencia mucho más, digamos, aguerrida en su juventud. Yo siempre lo vi como un titán con la apariencia de esos guerreros godos que derrotaron al imperio romano.
En sus años mozos mi papá mediría un metro 73 centímetros, altura que si bien no es para nada extraordinaria sí era superior a la de mucha gente hace medio siglo en la Ciudad de México y era muy fuerte. Lo recuerdo cargando dos garrafones de cristal de agua, de 20 litros cada uno, y subiendo a buen paso varios tramos de escaleras sin esfuerzo alguno.
Además, me parecía extraordinariamente valiente. Tal vez yo tendría unos 10 años y era un chamaquito güerillo, con los ojos perdidos por la miopía y el astigmatismo, flaco y chaparrito. A la vuelta de mi casa, donde estaba el expendio de pan de don Antonio y su esposa, refugiados españoles insondablemente pobretones, se juntaba una banda de gamberros, quienes después de ver sus biografías, no eran tan poco peligrosos como podría parecer a primera vista, (algunos terminaron en la cárcel, al menos otro en el hospital psiquiátrico) les gustaba (quizá porque estaban en el inicio de sus carreras delictivas) drogarse y asustar niños que iban al mandado.
En cierta ocasión, incluso, me empujaron o algo así y yo llegué a decirle a mi papá lo que había pasado, con los ojos llorosos. Mi padre dejó lo que estaba haciendo (seguramente traducía o escribía para alguno de sus innumerables freelances con los que completaba su salario), tomó una chaira como de 30 centímetros que teníamos en la cocina y me indicó que lo siguiera.
Yo creo que la imagen de guerrero godo de él que se me quedó grabada viene de esa ocasión. Caminando muy rápido llegó hasta donde estaba el grupo de muchachos malandros (a quienes yo veía fieros, jóvenes y criminales) y se encaró con ellos. Con la cara totalmente enrojecida y unos bigotes muy largos que usaba en ese entonces (y que se parecían a los de, adivinaron, godos, en las ilustraciones de los libros que ya leía por ese entonces) insultó a los muchachos, quienes no respondieron, les preguntó quién me había empujado, y ellos balbucieron disculpas inconexas, los insultó (algo inaudito, hace 60 años la gente casi no decía groserías en público) y les aventó a la cara la colilla del puro que estaba fumando.
Cuando vi cómo el cigarro les pegaba y los llenaba de ascuas encendidas, pensé que se lanzarían sobre nuestros cuellos y quedaríamos destrozados como dejaban los lobos a los viajeros en Miguel Strogoff en las estepas rusas… pero no ocurrió nada. Los jóvenes pidieron perdón y se quedaron sentados donde estaban, en el quicio de un edificio. Mi papá se dio la vuelta y yo lo seguí hasta la casa. Por supuesto, nunca más me volvieron a molestar esos tipos, a pesar de que era sabido que sus fechorías iban subiendo de nivel.Por supuesto,la canción que mejor queda a esta historia es Immigrant Song (Plant-Page 1970) de Led Zeppelin:
We come from the land of the ice and snow
From the midnight sun, where the hot springs flow
The hammer of the gods will drive our ships to new land*
Esa no fue la única vez que mi papá actuó físicamente contra alguien que nos molestara. Él, al igual que mi mamá, no era una persona sobreprotectora, y me obligaba constantemente a hacer cosas para combatir mis múltiples miedos, como permanecer de pie en una cornisa diminuta en el Monumento a la Madre, pedir informes con gente desconocida en tiendas, caminar por calles donde había perros, que en esa época me infundían pavor. Sin embargo, siempre velaba por nosotros.
En otra ocasión, Trini, el tendero de la tiendita de debajo de nuestro edificio nos robó el cambio a Eugenio y a mí. A la fecha no sé porqué lo hizo, porque no era una persona que yo recuerde como abusiva; tal vez había tenido un mal día. Fuimos Eugenio y yo a quejarnos con mi papá. “¿Ya le pidieron el cambio?”, preguntó. Dijimos que sí. “¿Están seguros de que no se los dio?”, respondimos que estábamos seguros.
Bajó mi papá a la tienda y le pidió a Trini, con amabilidad, que nos diera el cambio, a lo que el tendero se negó. Mi papá le insistió, pero Trini, yo creo que más por mantener una postura que por quedarse con el dinero, gritó que no nos iba a devolver nada. Mi papá entonces dijo, sin gritar, pero con una voz extraordinariamente grave y poderosa: “¡Dales su dinero en este momento!”, al tiempo que asestaba un puñetazo a la tapa de un refrigerador de cerveza Victoria. Esos refrigeradores viejos eran como hieleras gigantes de acero bastante grueso. Pues el puñetazo de mi papá hundió la lámina y dejó desfigurado –y descuadrado– el mueble durante al menos los siguientes 15 años que vivimos por ahí… y nosotros recuperamos el cambio.
Sin embargo, el heroísmo de mi papá no reside exclusivamente en sus hazañas bárbaras ni mucho menos, sino en décadas de trabajo abnegado y constante, junto con mi mamá, por mantener seis hijos. Mi papá, durante décadas, tuvo un trabajo de planta y por las noches, que muchas veces junto con mi mamá pasaba en vela, traducía textos, corregía libros, escribía notas, hacía artículos. Una constante de mi vida fue dormirme, y despertarme, oyendo el tableteo de la máquina de escribir Remington mecánica en la que trabajaba. Ese sonido lo tengo más grabado, incluso, que la música “de concierto” que solía escuchar.
También, mi papá se enfrentó a situaciones muy difíciles de explicar que lo obligaron a trabajar durante mucho tiempo por muy poco dinero para poder pagar deudas constantes contraídas a causa de hijos en escuela particular, con comida suficiente, distracciones, museos y libros. Porque nada de eso nos faltó jamás. A la fecha, mi papá tiene impresa la divisa de Erasmo: “Si tengo dinero, compro libros; si me sobra, compro pan”, porque a nosotros jamás nos faltó ninguno de ambos, pero sí recuerdo a mi papá con suelas con agujereadas y trajes muy, pero muy viejitos.
El heroísmo de mi papá fue patente también cuando siempre tenía tiempo para platicarnos, darnos consejos y regañarnos, a pesar de las pocas horas de sueño que iba juntando en su vida diaria. Ya estaba yo en la carrera cuando le empezó a ir mejor y se vio un poco menos agobiado por los imperativos económicos, pero no terminó allí su heroísmo.
Además de lo que pudieran contar mis hermanos, yo puedo decir que le debo la vida en gran parte a mi papá porque se encargó de mi cuando hace como 15 años sufrí un infarto y al carecer de seguridad social y ahorros, él corrió con todos los gastos, a pesar de que ya tenía sus buenos 75 años. A veces, porque yo también tengo algo de esos godos salvajes, me enojo mucho con mi papá y reacciono con cierta violencia con él, no le tengo paciencia o no quiero hacerle caso. Mi padre, a pesar de su temperamento, siempre me da la oportunidad de recapacitar y es él quien se disculpa, cuando quien debería hacerlo soy yo.
Mi papá sigue siendo, a sus 90 años, el mismo hombre imbatible y poderoso que fue durante mi niñez y juventud. Y estoy muy contento por ello.
*Venimos de la tierra del hielo y la nieve,
del sol de medianoche, donde fluyen las fuentes termales.
El martillo de los dioses llevará nuestros barcos a nuevas tierras.
The Immigrant Song (fragmento)
https://www.youtube.com/watch?v=P3Y8OWkiUts
